Rosa Chacel: paraíso entre muros
Esperanza Rodríguez
(El miércoles pasado Esperanza nos habló en AGORABEN sobre Rosa Chacel, en una charla que completaba la del mes anterior. Ahora nos envía un resumen de ambas que nos ayudará a recordar aquellos momentos tan interesantes. Creo que a todos nos llamó la atención el trato personal que tuvo con tan ilustre escritora, y que nos transmitió tan bien. Una experiencia muy interesante, Esperanza. Gracias por compartirla con nosotros.
Francisco Amillo.)
Retrato de Rosa Chacel por su marido Timoteo Pérez Rubio |
Nació Rosa Chacel en 1898, en Valladolid, y la fecha –contemplada desde el juicio histórico del tiempo, y ya simbólica– la sentía, o mejor, la releía, bien acodada en la altura de su edad, con complacencia y orgullo, como si fuera una conjunción señalada, una respuesta a la llamada de la vida para cumplir un destino. Y así lo confiesa en Desde el amanecer, la memoria autobiográfica de su infancia, que Rosa escribe cuando ha cumplido los setenta años. Donde relata el germen de su vida activa y creadora, nada fácil pero sí plena.
Rosa Chacel fue una mujer vital e incansable, escritora de complejo y brillante talento. De una prosa que modula una difícil claridad, como hubiera dicho Ortega y Gasset. Y aun siendo lecturas minoritarias, le gustaba estar en candelero, pues tal vez le pesaba el largo olvido del exilio, aunque nunca lo aceptara como un destierro. Se sentía encantada con el agasajo y, sobre todo, cuando sabíamos de su obra y la estudiábamos con amor. Su inteligencia estaba reñida con la vanidad, pero eso no significaba para ella renunciar al reconocimiento. Le dolían los desaires y, sobre todo, por encima de todo, el olvido, al que calificó, acertando, de impío.
Mientras vivió no tuvo nunca empacho en reconocer gustos y disgustos, y seguramente fue demasiado atrevida al manifestarlos en un mundo bien tartufo. Lo cierto es que había en el carácter de Rosa una especie de inocente exhibicionismo que, como se sabe, resulta encantador si el seductor dosifica correctamente su ardid, pero en ocasiones solía desbaratarlo su misma sagacidad, esta no candorosa, y cierta vehemencia en la exposición de sus juicios, algunos muy penetrantes si bien altos de tono. Rosa decía lo que pensaba, a la brava, con una temeraria inmediatez, tanta que en ocasiones daba la impresión de que le hubiera sido negado el don de decir lo adecuado en el momento preciso, o bien la gracia, que es oportunidad, de a quién decírselo. Y ello sin tener nada que ver con lo políticamente correcto o incorrecto. Y aunque su temple estaba alejado con aquella dureza corrosiva que se le atribuye a su amigo Luis Cernuda, bien hubiera podido suscribir los versos de Desolación de la Quimera sobre el genio de Goethe: “El poder, el saber y la pendiente favorable/ Que, para afortunados del destino, es regalo / En pocos hombres vemos…”. Rosa apenas gozó de esa pendiente favorable a pesar de su creencia en el señalado destino que parecía anunciar su año de nacimiento. Tampoco supo –o no quiso, quién sabe– orientar su olfato hacia el poder, incluso si pensamos en su tardío, aunque eufórico, reconocimiento durante los años ochenta. También, por lo demás, efímero.
La lectura de una parte significativa de sus diarios, en este sentido, resulta hiriente, pues duele el testimonio de una tan honda soledad, y que no es únicamente la del exilio, y que tanto pesa en sus compañeros de promoción, sino el hueco que va horadando la larguísima espera de una respuesta literaria, inexplicablemente postergada, y que Rosa aguanta en pie aunque el desaliento le haga muecas burlonas.
Si algo mimaba Rosa en su obra y en su vida, era la memoria. Y se hubiera escandalizado de estos tiempos tan mezquinos para su cultivo sereno. La memoria parecía obrar el milagro de transformarlo todo en un presente perenne y creo que su mejor legado fue esa manera tan cabal de combatir el desgaste del tiempo, su efecto destructor, con una valentía incombustible que, sin duda, testifican sus 96 años vividos. Memoria viva la suya que volvería a llamar inocente si no fuera porque tras ese aire de renovada lozanía, de reinante vitalismo que hallamos en sus novelas. Sobre en la trilogía de la Escuela de Platón (Barrio de Maravillas, Acrópolis y Ciencias naturales) pulsamos una solidísima carga de sabiduría, como sucede en todo viaje de regreso al conocimiento, pues no otra cosa es la escritura: vuelta aposentada en el tejer y el destejer de la memoria.
Rosa Chacel nació un tres de junio, mes radiante, como un paraíso entre muros –el verso es de Pablo García Baena–, y nos dejó el 27 de julio, un día radiante de verano de 1994 (la fecha está errada en Wikipedia). Y de ninguna manera quería irse para siempre. Le hubiera gustado quedarse un poco más, porque tenía una curiosidad inagotable y ganas de seguir diciendo y escribiendo; siempre activa y lúcida, con un apetito de realidad que parecía nutrirla desde y hasta una remota eternidad. Y aunque esta sea una manera modesta de regresarla, he querido evocar en estas charlas y en este condensado recuerdo lo mejor que nos dejó: el fino hilado de su obra, su ardorosa y paciente tarea de construcción en el universo de la novela moderna. Para ella que siempre jugó a ser Orfeo, que se sabía tutelada por Mnemosine, y que casi venció a la Nada con una argucia –no sé si propia de Ulises o ciertamente quijotesca–, que consistía en convocar palabras, trenzándolas de manera infatigable como el Ocnos goethiano: vaya, pues, para ella esta breve y emocionada memoria de su murado y bello paraíso.
Algunas obras de Rosa Chacel:
El único vídeo que hay de Rosa Chacel en YouTube es el de su Investidura Doctora Honoris causa por la Universidad de Valladolid. Vale la pena escuchar su discurso, casi al final del vídeo, después de las presentaciones oficiales.
http://www.youtube.com/watch?v=bBxTtdMxjS0
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